BUEN PASTOR
Argumentalmente hablando, “El lector”, Oscar del 2009 para la mejor actriz principal, es como sigue. Una antigua carcelera nazi (Kate Wiinslett) es localizada 20 años mas tarde del fin de la guerra y llevada a juicio. En el ínterin, tiene una love affair con un adolescente que no sabe nada de su pasado. Juzgada y condenada, cumple 20 años de prisión y luego, se suicida.
Durante el juicio, su mutismo es casi total. No sabemos muy bien por qué. Si por su dolor, su sentimiento de culpa o por que sabe que murió hace 25 años y que su vida es irredimible. Solamente habla una vez, respondiendo al juez a la pregunta de por qué dejo cerradas las puertas de una iglesia mientras esta se incendiaba con trescientas prisioneras del campo de concentración que allí pasaban la noche. Y responde: “¡Y qué quiere que hiciera! Era mi trabajo.”
Nos imaginamos que unos cuantos de cientos de miles de alemanes hicieron su trabajo porque estaban allí en ese momento y prefirieron mirar hacia otro lado y aplicar ese sutil reglamento de Régimen Interior que nos dice aquello de la “obediencia debida” que tanto han gustado de aplicar los milicos de uno y otro continente. Esa sensación de “destino histórico” que tenían entonces los alemanes, de regusto wagneriano y de epígonos posteriores es lo que me ha llevado a titular nuestro Mombasa de hoy.
De pronto me he acordado mientras daba vueltas, falto de sueño, en mi cama, de la visita que este hombre, Ratzinger, ha girado por Camerún y Angola. No sé por qué, ir a saber, me han venido a la cabeza estas dos historias. No tengo psicoanalista y, por tanto, quizá, nunca lo llegue a saber. Pero la cadena de imágenes que pasaban por mi cabeza mientras la lucecita del ratón iluminaba tenuemente el dormitorio, fue más o menos, la siguiente.
Veía a Ratzinger y digo esto y no al Papa, (recordareis que el representante del Cordero en la tierra no se equivocaba nunca) ya que ha tenido que rectificar, al menos dos veces en público (o desdecirse, que diría un letrado) por, vamos a llamarlo así, sendas meteduras de pata.
Pues bien, le veía subido a un coche blindado con forma de cono, aislado de una multitud que lo aplaudía, sacudiendo su mano con parsimonia papal y quien sabe con qué ideas en su cabeza en ese momento. Lo veía con sus calzas de seda roja, de Prada, esbozar una sonrisa meliflua, como la de esas personas que no sabes si van o vienen. Le veía dirigirse a una multitud entregada, como la de los conciertos masivos de rock and roll, desde la ventana de una basílica romana de dudoso gusto arquitectónico (también Miguel Ángel tenía días malos, caray). Le imaginaba contemplando con desdén aquellos uniformados de traje walkirial negro, con esvásticas por brazalete, mientras iban y venían haciendo de las suyas. Absteniéndose de juzgarles, por si acaso entraba en conflicto consigo mismo. Dirigirse a sus súbditos africanos (si, a sus súbditos) y advertirles de que el uso del preservativo va contra la moral y las sanas costumbres. Recordar para si, las veces que tuvo que mirar hacia otro lado cuando se topaba por los pasillos de la curia con Marcinkus, “el banquero di Dio”. Mirar hacia otro lado cuando recientemente un obispo negaba el holocausto.
En fin, espero que “nuestro hombre” no sufra mucho de tortícolis, pero uno tiene la sensación de que, tras observar su rostro ya gastado por los años, su mirada huidiza, su cansancio de enseñante harto ya de enseñar a los que “no creen ni ven”, tendrá que ajustar cuentas consigo mismo (nadie ha vuelto para contar si hay otro juez) y, entonces, echando la última mirada frente al espejo de la vida que lo juzgará para la eternidad, dirá:” ¡Y qué quiere que hiciera! Era mi trabajo”.
martes, 12 de mayo de 2009
LANCELOT Y GINEBRA
“Cuando sitien tu faz cuarenta inviernos
Y en tu bella pradera caven zanjas,
Tu juvenil casaca que hoy fascina
Será un andrajo sin valor apenas.”
W. Shakeaspeare. Soneto II
---------------------------------------------------------------------------------------------------------
Era uno foto tomada con teleobjetivo. Estaba muy forzada de grano y precisamente ese “borrado” que parecía distanciar al objeto, es lo que la hacía mas próxima.De pronto, me di cuenta de lo que pasaba. La foto, en apariencia muy simple, ocultaba tanta vida y misterio como el que más de los arcanos.
El hombre, entrado en años, se había girado hacia su izquierda pero mantenía la cabeza alta y erguida en dirección contraria. Daba la sensación de que su cuerpo iba en una dirección y, su mente, en otra. Alto y fuerte, todo denotaba en él un pasado pleno de abundancia y de alegres primaveras. Su mirada estaba suspendida y quieta, como si un imaginario espejo le devolviera el dulce abril de su esplendor. A su derecha, una mujer entrada ya en años, le miraba fijamente. Su bello rostro curtido por la savia de la vida daba a entender que los dos “sabían”. Los ojos de ella parecían exhumar horas exquisitas que se llevó el tiempo. La escena destilaba, al mismo tiempo, calma y tensión. Como el gusano cuando se apresta a devorar su primer trozo de carne ya irrecuperable.
Mirando la foto con más calma, se dejaba entrever que se encontraban en un camposanto. Habían enterrado a alguien próximo a los dos. Pero esto era lo de menos.
Rostros de un glamour pretérito, enseguida me di cuenta de quienes eran. El hielo de los años no había mermado la savia que permanecía en los dos. Ni siquiera el invierno que mostraba la instantánea se había llevado de la mano el estío de antaño. Pasados unos momentos, pude descubrir que, a pesar de la distancia y del tiempo, Lancelot y Ginebra se habían vuelto a encontrar. Desde luego, no era Arturo el sepultado. Este quizá ya había muerto cuando ellos ni siquiera pensaban que la posteridad los iba a reunir aquí de nuevo.
Pude imaginar una breve y telepática conversación entre ellos:
El: Puede que el mundo haya enviudado sin nosotros, pero aquí estoy de nuevo: en tus manos.
Ella: Ningún amor se asienta en la distancia y, sin embargo, ¿por qué oigo todavía en mi mente tu dulce melodía?
El: Hazlo por mí.
Ella: No puedo.
---------------------------------------------------------------------------------------------------------- Vanessa Redgrave y Franco Nero rodaron el musical “Camelot” bajo la dirección de Johsua Logan durante la primavera de 1967. Se enamoraron durante el rodaje y, tras el mismo, se casaron. Era inevitable. La pareja derrochaba belleza y entendimiento al mismo tiempo que, como sus personajes, parecían sentenciados por el Hado. A la muerte de la hermana de Vanessa, Nastasha Richardson, a principios del 2009, se volvieron a encontrar en el cementerio de Notting Hill, en Londres.
“Cuando sitien tu faz cuarenta inviernos
Y en tu bella pradera caven zanjas,
Tu juvenil casaca que hoy fascina
Será un andrajo sin valor apenas.”
W. Shakeaspeare. Soneto II
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Era uno foto tomada con teleobjetivo. Estaba muy forzada de grano y precisamente ese “borrado” que parecía distanciar al objeto, es lo que la hacía mas próxima.De pronto, me di cuenta de lo que pasaba. La foto, en apariencia muy simple, ocultaba tanta vida y misterio como el que más de los arcanos.
El hombre, entrado en años, se había girado hacia su izquierda pero mantenía la cabeza alta y erguida en dirección contraria. Daba la sensación de que su cuerpo iba en una dirección y, su mente, en otra. Alto y fuerte, todo denotaba en él un pasado pleno de abundancia y de alegres primaveras. Su mirada estaba suspendida y quieta, como si un imaginario espejo le devolviera el dulce abril de su esplendor. A su derecha, una mujer entrada ya en años, le miraba fijamente. Su bello rostro curtido por la savia de la vida daba a entender que los dos “sabían”. Los ojos de ella parecían exhumar horas exquisitas que se llevó el tiempo. La escena destilaba, al mismo tiempo, calma y tensión. Como el gusano cuando se apresta a devorar su primer trozo de carne ya irrecuperable.
Mirando la foto con más calma, se dejaba entrever que se encontraban en un camposanto. Habían enterrado a alguien próximo a los dos. Pero esto era lo de menos.
Rostros de un glamour pretérito, enseguida me di cuenta de quienes eran. El hielo de los años no había mermado la savia que permanecía en los dos. Ni siquiera el invierno que mostraba la instantánea se había llevado de la mano el estío de antaño. Pasados unos momentos, pude descubrir que, a pesar de la distancia y del tiempo, Lancelot y Ginebra se habían vuelto a encontrar. Desde luego, no era Arturo el sepultado. Este quizá ya había muerto cuando ellos ni siquiera pensaban que la posteridad los iba a reunir aquí de nuevo.
Pude imaginar una breve y telepática conversación entre ellos:
El: Puede que el mundo haya enviudado sin nosotros, pero aquí estoy de nuevo: en tus manos.
Ella: Ningún amor se asienta en la distancia y, sin embargo, ¿por qué oigo todavía en mi mente tu dulce melodía?
El: Hazlo por mí.
Ella: No puedo.
---------------------------------------------------------------------------------------------------------- Vanessa Redgrave y Franco Nero rodaron el musical “Camelot” bajo la dirección de Johsua Logan durante la primavera de 1967. Se enamoraron durante el rodaje y, tras el mismo, se casaron. Era inevitable. La pareja derrochaba belleza y entendimiento al mismo tiempo que, como sus personajes, parecían sentenciados por el Hado. A la muerte de la hermana de Vanessa, Nastasha Richardson, a principios del 2009, se volvieron a encontrar en el cementerio de Notting Hill, en Londres.
27 DE ABRIL
Bobby Zimmerman, descendiente de judíos ucranianos, nacido en Minnesota hace ahora 68 años y en la actualidad con un rostro que denota la ambigüedad que sugiere el paso del tiempo, las costuras de un actor shakesperiano y la mueca despreciativa propia de un saltimbanqui medieval de feria (me recuerda al vendedor ambulante que se acercaba a Gustav Von Aschembach en Muerte en Venecia) pone a la venta, hoy, su 33 disco de estudio con canciones originales.
Este artista de las mil caras, de las mil sorpresas y de la vida reinventada día a día imagino que hoy nos sorprenderá de nuevo con una obra como a la que nos tiene acostumbrados desde hace 10 años; es decir, de calidad pero no donde nosotros esperásemos que estuviese. El ya habrá ido, una vez más, por delante y nosotros, como casi siempre, por detrás. No os lo vais a creer pero desde antes de la pasada Navidad he estado elaborando un disco para el hotel de música fronteriza mejicano-estadounidense. Como ha dicho un critico, parece que este último disco de Dylan “está pensado para abarrotar todas las tabernas de la frontera entre estos dos países”.
En la serie de televisión “In treatment” le dice el terapeuta protagonista a su coacher: “Si, es complicado tener las ideas claras y saber donde está uno. Ahí fuera no hay muchos como Dylan”. Ya sabéis lo que dijo Bob en sus albores, “Quién no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo”. Quizá esto explique su Gira Interminable desde hace 20 años.
La palabra artista que tan penosamente se aplica a actores mediocres, músicos mediocres, pintores mediocres, famosos mediocres, a los que se dedican a hacer performances etc. le viene sin embargo bien a este tipo que, a mi modesto entender, es el creador mas completo de los últimos 45 años. ¿Por qué? Bueno, uno piensa que un artista de verdad es aquel que sabe reinventarse continuamente, que va por delante de su público. Picasso, hablando senso strictu, no tenía la paleta de colores de Matisse, la clarividencia cósmica de Kandinsky, ni la profundidad de Rothko pero sin duda era el que iba por delante de todos porque se metió donde otros no se metían, intuyó lo que otros no intuían y amalgamó para si el TODO. Tuvo una forma de mirar las cosas desde diversos puntos de vista a la vez y, por tanto, de ir más allá que ninguno. Digamos que fagocitaba su realidad inmediata para subvertirla y devolvérnosla transformada.
Bob ha mutado artísticamente que yo sepa, 5 veces. En profundidad. Les enseñó a los Beatles el camino a seguir y cuando dos años después de “Blonde on Blonde” estos hicieron Sargent Peppers el ya estaba en el country desolado, místico y aparentemente sencillo de John Wesley Harding. ¿Fue un aviso para navegantes? ¿Quién sabe? El caso es que aquí está, tan creativo como siempre y, sin discusión, mejor escritor que nunca. ¿El Nobel? Si hoy pudieran dárselo a John Donne, Francois Villón y compañía, lo harían de inmediato pues, los académicos, avergonzados por su ignorancia, argüirían que estos representan a esos juglares y poetas que, siglos atrás, hicieron posible que gentes como Petrarca y Dante tuvieran allanado el camino. Pero a la vista de lo que en Suecia entienden por poesía, creo que se lo acabarán dando a no se cual profesor de Literatura Comparada de Berkeley por “su valiente introspección en el mundo actual renovando el género de la poesía como metáfora de la hiperrealidad tangencial”, (sic). Bueno, como diría Ricardo, que recibe estos Mombasa que os mando: “Ánimo, Bob. El que aguanta, gana”.
Bobby Zimmerman, descendiente de judíos ucranianos, nacido en Minnesota hace ahora 68 años y en la actualidad con un rostro que denota la ambigüedad que sugiere el paso del tiempo, las costuras de un actor shakesperiano y la mueca despreciativa propia de un saltimbanqui medieval de feria (me recuerda al vendedor ambulante que se acercaba a Gustav Von Aschembach en Muerte en Venecia) pone a la venta, hoy, su 33 disco de estudio con canciones originales.
Este artista de las mil caras, de las mil sorpresas y de la vida reinventada día a día imagino que hoy nos sorprenderá de nuevo con una obra como a la que nos tiene acostumbrados desde hace 10 años; es decir, de calidad pero no donde nosotros esperásemos que estuviese. El ya habrá ido, una vez más, por delante y nosotros, como casi siempre, por detrás. No os lo vais a creer pero desde antes de la pasada Navidad he estado elaborando un disco para el hotel de música fronteriza mejicano-estadounidense. Como ha dicho un critico, parece que este último disco de Dylan “está pensado para abarrotar todas las tabernas de la frontera entre estos dos países”.
En la serie de televisión “In treatment” le dice el terapeuta protagonista a su coacher: “Si, es complicado tener las ideas claras y saber donde está uno. Ahí fuera no hay muchos como Dylan”. Ya sabéis lo que dijo Bob en sus albores, “Quién no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo”. Quizá esto explique su Gira Interminable desde hace 20 años.
La palabra artista que tan penosamente se aplica a actores mediocres, músicos mediocres, pintores mediocres, famosos mediocres, a los que se dedican a hacer performances etc. le viene sin embargo bien a este tipo que, a mi modesto entender, es el creador mas completo de los últimos 45 años. ¿Por qué? Bueno, uno piensa que un artista de verdad es aquel que sabe reinventarse continuamente, que va por delante de su público. Picasso, hablando senso strictu, no tenía la paleta de colores de Matisse, la clarividencia cósmica de Kandinsky, ni la profundidad de Rothko pero sin duda era el que iba por delante de todos porque se metió donde otros no se metían, intuyó lo que otros no intuían y amalgamó para si el TODO. Tuvo una forma de mirar las cosas desde diversos puntos de vista a la vez y, por tanto, de ir más allá que ninguno. Digamos que fagocitaba su realidad inmediata para subvertirla y devolvérnosla transformada.
Bob ha mutado artísticamente que yo sepa, 5 veces. En profundidad. Les enseñó a los Beatles el camino a seguir y cuando dos años después de “Blonde on Blonde” estos hicieron Sargent Peppers el ya estaba en el country desolado, místico y aparentemente sencillo de John Wesley Harding. ¿Fue un aviso para navegantes? ¿Quién sabe? El caso es que aquí está, tan creativo como siempre y, sin discusión, mejor escritor que nunca. ¿El Nobel? Si hoy pudieran dárselo a John Donne, Francois Villón y compañía, lo harían de inmediato pues, los académicos, avergonzados por su ignorancia, argüirían que estos representan a esos juglares y poetas que, siglos atrás, hicieron posible que gentes como Petrarca y Dante tuvieran allanado el camino. Pero a la vista de lo que en Suecia entienden por poesía, creo que se lo acabarán dando a no se cual profesor de Literatura Comparada de Berkeley por “su valiente introspección en el mundo actual renovando el género de la poesía como metáfora de la hiperrealidad tangencial”, (sic). Bueno, como diría Ricardo, que recibe estos Mombasa que os mando: “Ánimo, Bob. El que aguanta, gana”.
FRAN
Hay un chaval inmigrante que se aposta casi todos los días en la esquina de la puerta del Corte Inglés, frente a mi casa. Es negro abermellonado, reluciente la piel como ese jade casi salvaje que te venden en las playas de Varadero cuando el sol se retira y los ya casi exhaustos turistas del sexo sueñan con hormigas eléctricas. Tiene la sonrisa tan abierta como la embocadura de una duna y en las pupilas ansiosas unos puntitos cárdenos, casi invisibles, seguramente restos de una civilización que lloró con antelación a nosotros la pérdida de la humildad.
Lleva un gorrito de los que se ponen los burgueses de todas las ciudades cuando llueve y los británicos atrabiliarios amantes del gardening. La tela, gastada y sucia, es verde caqui. Se lo pone cuando comienza el buen tiempo. Normalmente, sobre los escalones de la entrada, yace una bolsa con algo de comida para aguantar la jornada. Tiene y disfruta de una visión ocular envidiable. Me imagino que la que le han proporcionado jornadas y jornadas enteras caminando sobre el desierto en busca de no se qué cosa inalcanzable y que le ha traído hasta aquí.
Le veo casi a diario. Apenas hablamos. Solo farfulla unos apagados aunque sonrientes “hola señor”, “gracias señor”, “adiós señor” y poca cosa más. No habla casi nada de español. Le conozco desde el 2007. Tiene unos andares gráciles, parecidos a los de las jirafas, que siempre me encantaron. Se voltea y gira con fuerza cuando intuye la dádiva inesperada que puede llegar en cualquier momento y desde cualquier ángulo del espacio en donde se sitúa y por el que pasa una clientela del establecimiento que, mayoritariamente, somos vecinos y practicamos la compra casi a diario. Como en los viejos tiempos. Preferentemente, amas de casa, jubilados, jóvenes a por refrescos y algún que otro turista despistado. Ya somos unos cuantos los “locales” que intentamos hablar con él y sacarle algo más de información pero tiene una especial cualidad que le hace muy distinto de todos nosotros: es tan antigua su civilización que creo intuir que ya sabe, sin tener que verbalizarlo, qué le quieres o vas a decir. Entonces, abre la boca de la duna y es como si vieras aparecer un gusano como aquellos que suministraban la codiciada Especia en el planeta Arrakis. La sonrisa, tal alta es, que se le hace eterna, como si se le congelara y, entonces, recula un poco hacia atrás y se queda quieto y expectante. Es un momento mágico porque todo se queda como detenido y lo mejor es extasiarse contemplando esa cara como de otro planeta y sucumbir a su belleza.
Después de un año, un día le pregunté cómo se llamaba. Intentó farfullar algo que sonaba muy remoto, muy lejano, ajeno a mí y a mi tiempo. Se sonrió y me pareció que salía el sol, de pronto, en aquel obscuro día de invierno y me dijo: “Llámame Fran”.
Hay un chaval inmigrante que se aposta casi todos los días en la esquina de la puerta del Corte Inglés, frente a mi casa. Es negro abermellonado, reluciente la piel como ese jade casi salvaje que te venden en las playas de Varadero cuando el sol se retira y los ya casi exhaustos turistas del sexo sueñan con hormigas eléctricas. Tiene la sonrisa tan abierta como la embocadura de una duna y en las pupilas ansiosas unos puntitos cárdenos, casi invisibles, seguramente restos de una civilización que lloró con antelación a nosotros la pérdida de la humildad.
Lleva un gorrito de los que se ponen los burgueses de todas las ciudades cuando llueve y los británicos atrabiliarios amantes del gardening. La tela, gastada y sucia, es verde caqui. Se lo pone cuando comienza el buen tiempo. Normalmente, sobre los escalones de la entrada, yace una bolsa con algo de comida para aguantar la jornada. Tiene y disfruta de una visión ocular envidiable. Me imagino que la que le han proporcionado jornadas y jornadas enteras caminando sobre el desierto en busca de no se qué cosa inalcanzable y que le ha traído hasta aquí.
Le veo casi a diario. Apenas hablamos. Solo farfulla unos apagados aunque sonrientes “hola señor”, “gracias señor”, “adiós señor” y poca cosa más. No habla casi nada de español. Le conozco desde el 2007. Tiene unos andares gráciles, parecidos a los de las jirafas, que siempre me encantaron. Se voltea y gira con fuerza cuando intuye la dádiva inesperada que puede llegar en cualquier momento y desde cualquier ángulo del espacio en donde se sitúa y por el que pasa una clientela del establecimiento que, mayoritariamente, somos vecinos y practicamos la compra casi a diario. Como en los viejos tiempos. Preferentemente, amas de casa, jubilados, jóvenes a por refrescos y algún que otro turista despistado. Ya somos unos cuantos los “locales” que intentamos hablar con él y sacarle algo más de información pero tiene una especial cualidad que le hace muy distinto de todos nosotros: es tan antigua su civilización que creo intuir que ya sabe, sin tener que verbalizarlo, qué le quieres o vas a decir. Entonces, abre la boca de la duna y es como si vieras aparecer un gusano como aquellos que suministraban la codiciada Especia en el planeta Arrakis. La sonrisa, tal alta es, que se le hace eterna, como si se le congelara y, entonces, recula un poco hacia atrás y se queda quieto y expectante. Es un momento mágico porque todo se queda como detenido y lo mejor es extasiarse contemplando esa cara como de otro planeta y sucumbir a su belleza.
Después de un año, un día le pregunté cómo se llamaba. Intentó farfullar algo que sonaba muy remoto, muy lejano, ajeno a mí y a mi tiempo. Se sonrió y me pareció que salía el sol, de pronto, en aquel obscuro día de invierno y me dijo: “Llámame Fran”.
¡QUÉ VERDE ERA MI VALLE¡
Acabo de ver “Slumdog millionaire” y, en tropel y mientras veía los títulos de crédito de la película (quizá mientras veía la cinta, pues hay grandes espacios para la reflexión debido a su guión previsible, monocorde y repetitivo) acudían a mi cabeza un montón de pensamientos e ideas que hacía tiempo no venían. Le doy gracias por ello a Danny Boyle, su director pues (no hay mal que por bien no venga) he podido refrescar ciertas ideas que hace ya muchos años debatí y que parecía que se habían desvanecido en la parte trasera de mi cerebro, ya declinante. Pero no; ayer noche volvieron (como todas las historias que uno deja sin resolver y concluir) y como acabo de decir, me recordaron lo siguiente acerca de la cultura de masas.
Hubo un tiempo en que allá por los años 30-40-50 las películas (quizá mas que nunca) se ideaban, se preparaban y se hacían pensando en las masas que, endomingadas y con la férrea voluntad de olvidar, aunque fuera por 80 minutos, su vida a lo Revolutionary Road (peli que hay que ver) esperaban una historia que las sacase de su letargo cotidiano y de la dura realidad de entreguerras. Lo que casi nunca descuidaban los mandamases de los estudios (hablo de Hollywood) era que el producto fuera comercial, visible para la inmensa mayoría y, desde luego, hecho por gente con mucho talento. Había algún que otro premio Nobel entre los guionistas, etc. pero, sobre todo, se apreciaba mucho que, además de que aquello fuera comercial y eficaz ante la taquilla, estuviera hacho con gente con pedigrí en su oficio.
Hubo un tiempo en que las masas, por el noble hecho de serlo, pedían entretenimiento y calidad, pero como ya ha dicho reiteradamente Bob: “Los tiempos están cambiando”. Antes, a la gente le daba por saber discernir con naturalidad si aquello era de botella o de garrafa; ahora, ni se enteran que es de garrafa. Apóstoles (estos nuevos directores) de una pretendida retroposmodernidad (algo hay que decir, caray) se avienen a componer una melánge de lugares comunes, viejos clichés y montaje sincopado mediante el cual pretenden decirnos que la vida cést comme ca y que esta propuesta de melodrama/comedía/cuento medieval funciona, per se. Pero no; funciona porque el nivel cognitivo de la masa actual en lo que se refiere a la gramática elemental de la imagen está en precario, al igual que su progresiva desideologización social y, sobre todo, al embotamiento que le ha causado la sintaxis televisiva que la han llevado a lo que podríamos denominar “ el grado cero de la escritura fílmica “.
Me he acordado de Umberto Eco y me he preguntado si soy Apocalíptico o Integrado ante la cultura de masas. Diréis que, después de leer esto, soy lo primero. Quizá tengáis razón. También me ha venido a la cabeza MacLuhan y aquello que contaba en de que “el medio es le mensaje”. Pero, entre nosotros, mientras veía la película he sentido reiteradamente un hastío (no se si propio de la edad) y que, al mismo tiempo, me estaban llamando necio durante casi toda la mayor parte de su metraje. La sensación de “deja vu”, la estructura férrea y previsible de los “bocadillos” entre escenas, que te permiten salir al lavabo y al volver, constatar que no te has perdido nada substancial (ni la series mediocres de televisión se permiten esos gaps narrativos) me dejaron, al final, la sensación de que hoy el público, en general, asiste a su propia ceremonia de la confusión y que entre el ruido, los gritos y la tele fórmula ha acabado por tirar la toalla. Un dato. Creo que fue El Padrino la anterior película que recibió los mismos Oscars que Slumdog millionaire. ¡Qué verde era mi valle¡
Acabo de ver “Slumdog millionaire” y, en tropel y mientras veía los títulos de crédito de la película (quizá mientras veía la cinta, pues hay grandes espacios para la reflexión debido a su guión previsible, monocorde y repetitivo) acudían a mi cabeza un montón de pensamientos e ideas que hacía tiempo no venían. Le doy gracias por ello a Danny Boyle, su director pues (no hay mal que por bien no venga) he podido refrescar ciertas ideas que hace ya muchos años debatí y que parecía que se habían desvanecido en la parte trasera de mi cerebro, ya declinante. Pero no; ayer noche volvieron (como todas las historias que uno deja sin resolver y concluir) y como acabo de decir, me recordaron lo siguiente acerca de la cultura de masas.
Hubo un tiempo en que allá por los años 30-40-50 las películas (quizá mas que nunca) se ideaban, se preparaban y se hacían pensando en las masas que, endomingadas y con la férrea voluntad de olvidar, aunque fuera por 80 minutos, su vida a lo Revolutionary Road (peli que hay que ver) esperaban una historia que las sacase de su letargo cotidiano y de la dura realidad de entreguerras. Lo que casi nunca descuidaban los mandamases de los estudios (hablo de Hollywood) era que el producto fuera comercial, visible para la inmensa mayoría y, desde luego, hecho por gente con mucho talento. Había algún que otro premio Nobel entre los guionistas, etc. pero, sobre todo, se apreciaba mucho que, además de que aquello fuera comercial y eficaz ante la taquilla, estuviera hacho con gente con pedigrí en su oficio.
Hubo un tiempo en que las masas, por el noble hecho de serlo, pedían entretenimiento y calidad, pero como ya ha dicho reiteradamente Bob: “Los tiempos están cambiando”. Antes, a la gente le daba por saber discernir con naturalidad si aquello era de botella o de garrafa; ahora, ni se enteran que es de garrafa. Apóstoles (estos nuevos directores) de una pretendida retroposmodernidad (algo hay que decir, caray) se avienen a componer una melánge de lugares comunes, viejos clichés y montaje sincopado mediante el cual pretenden decirnos que la vida cést comme ca y que esta propuesta de melodrama/comedía/cuento medieval funciona, per se. Pero no; funciona porque el nivel cognitivo de la masa actual en lo que se refiere a la gramática elemental de la imagen está en precario, al igual que su progresiva desideologización social y, sobre todo, al embotamiento que le ha causado la sintaxis televisiva que la han llevado a lo que podríamos denominar “ el grado cero de la escritura fílmica “.
Me he acordado de Umberto Eco y me he preguntado si soy Apocalíptico o Integrado ante la cultura de masas. Diréis que, después de leer esto, soy lo primero. Quizá tengáis razón. También me ha venido a la cabeza MacLuhan y aquello que contaba en de que “el medio es le mensaje”. Pero, entre nosotros, mientras veía la película he sentido reiteradamente un hastío (no se si propio de la edad) y que, al mismo tiempo, me estaban llamando necio durante casi toda la mayor parte de su metraje. La sensación de “deja vu”, la estructura férrea y previsible de los “bocadillos” entre escenas, que te permiten salir al lavabo y al volver, constatar que no te has perdido nada substancial (ni la series mediocres de televisión se permiten esos gaps narrativos) me dejaron, al final, la sensación de que hoy el público, en general, asiste a su propia ceremonia de la confusión y que entre el ruido, los gritos y la tele fórmula ha acabado por tirar la toalla. Un dato. Creo que fue El Padrino la anterior película que recibió los mismos Oscars que Slumdog millionaire. ¡Qué verde era mi valle¡
EL SINDROME DE BRIGADOON
Vamos a asistir en los próximos meses a un nuevo escenario político en Las Vascongadas. Un gobierno no nacionalista tendrá que habérselas, me imagino, con un frontón ideológico que intentará devolver todas las pelotas para que vuelvan de donde salieron. Sobre este tema de la identidad vasca con esencias y cómo se ha estructurado estos años para forjar esa “unidad de destino en lo universal” que diría el generalísimo, me viene a la memoria un ejemplo del celuloide que nos puede ilustrar algo el tema.
Brigadoon, musical de la Metro de 1954, dirigido por Vincente Minnelli y coprotagonizado por Gene Kelly, Cyd Charise y Van Heflin y, a mi modesto entender, una de las cimas de este género cuenta, sucintamente, lo siguiente. Dos amigos vuelan de Nueva York a un paraje remoto de las tierras altas de Escocia para pasar unas jornadas de caza. Se pierden y cuando están a punto de encontrar el camino de vuelta descubren un idílico pueblecillo perdido entre las brumas que, poco a poco, van desapareciendo y nos dejan ver lo que se oculta tras ellas. Vemos que estamos en un día de feria donde, como si de una Arcadia feliz se tratara, los confiados vecinos se despiertan, unos para ir a vender sus productos, otros para ordeñar sus vacas, los más para fabricar y vender cerveza y, por último, una familia que prepara la boda de su hija.
Los visitantes se quedan desconcertados de tanta belleza, tanta armonía y no tienen mas remedio que dejarse llevar (al igual que el espectador) por la belleza de la puesta en escena que estos buenos chicos de recio kilt escocés despliegan ante sus maravillados ojos. De todos modos y, pasado un rato, los amigos descubren que Brigadoon es un pueblo que, “en los tiempos obscuros”, decidió por mor de su seguridad y en previsión de acontecimientos exteriores que pudieran disolver su comunidad, desaparecer del tiempo astronómico durante cien años y despertar cada cien de estos durante un día. Jornada que como os habréis imaginado ya, coincide con el despiste de nuestros dos buenos amigos. Uno de ellos entabla relación con la hermana de la novia casadera y se establece el flechazo. Ha encontrado, pues, el lugar del que nunca ya querrá partir. Para entonces, el otro amigo, al que le empieza a entrar morriña de Nueva York, pues le empieza a hartar tanta felicidad, se dedica a hablar con algún que otro vecino y descubre que hay uno que se quiere marchar y ver mundo pues esta hasta la coronilla (quien no) de despertar cada cien años y ver que nunca pasa nada. En definitiva y como dice una prima mía de Málaga: se quiere “mezclar”.
Pero entonces, el amigo observa oculto como este “traidor a la comunidad” huye perseguido por la chusma que le quiere matar antes de que cruce el puente que separa Brigadoon del mundo exterior. Si esto ocurre, Brigadoon perderá su sortilegio y volverá de nuevo al mundo que está ahí afuera y perderá su estatus de “Arcadia feliz”. Para cuando están a punto de alcanzar al desalmado que necesita algo mas que vacas, cerveza y chicas recias para vivir y, en medio de la total confusión, nuestro amigo el cazador ve una perdiz y dispara su escopeta. En ese momento se cruza fatalmente el fugado y muere accidentalmente a manos de “la civilización” y de los movimientos obscuros que ella conlleva. Todo el mundo da por hecho que se lo ha buscado por traicionar al lugar, a sus vecinos y, creo que a ese concepto de patria univoca que yace en lo que los lingüistas de los setenta llamaban “el subtexto”.
Los dos amigos vuelven a Nueva York. Uno se queda en la ciudad corrompida y sin señas de identidad míticas y el otro, no puede superar su amor escocés y vuela raudo a enterrarse para toda la eternidad en Brigadoon. Fin.
¿Os suena algo de todo esto?
PD. De todos modos, no os preocupéis. Siendo, ideológicamente Brigadoon, una de las películas conceptualmente mas reaccionarias que uno ha visto es, al mismo tiempo, una gran obra de arte que a través de la música y la puesta en escena logra erigirse como uno de los más bellos filmes realizados. Por supuesto, los guionistas de entonces no pensaban en Las Vascongadas, pero parece que ya portaban consigo esa sensación de pertenencia al clan ancestral. Afortunadamente y, como dicen los Rolling: “Time are our side”.
Vamos a asistir en los próximos meses a un nuevo escenario político en Las Vascongadas. Un gobierno no nacionalista tendrá que habérselas, me imagino, con un frontón ideológico que intentará devolver todas las pelotas para que vuelvan de donde salieron. Sobre este tema de la identidad vasca con esencias y cómo se ha estructurado estos años para forjar esa “unidad de destino en lo universal” que diría el generalísimo, me viene a la memoria un ejemplo del celuloide que nos puede ilustrar algo el tema.
Brigadoon, musical de la Metro de 1954, dirigido por Vincente Minnelli y coprotagonizado por Gene Kelly, Cyd Charise y Van Heflin y, a mi modesto entender, una de las cimas de este género cuenta, sucintamente, lo siguiente. Dos amigos vuelan de Nueva York a un paraje remoto de las tierras altas de Escocia para pasar unas jornadas de caza. Se pierden y cuando están a punto de encontrar el camino de vuelta descubren un idílico pueblecillo perdido entre las brumas que, poco a poco, van desapareciendo y nos dejan ver lo que se oculta tras ellas. Vemos que estamos en un día de feria donde, como si de una Arcadia feliz se tratara, los confiados vecinos se despiertan, unos para ir a vender sus productos, otros para ordeñar sus vacas, los más para fabricar y vender cerveza y, por último, una familia que prepara la boda de su hija.
Los visitantes se quedan desconcertados de tanta belleza, tanta armonía y no tienen mas remedio que dejarse llevar (al igual que el espectador) por la belleza de la puesta en escena que estos buenos chicos de recio kilt escocés despliegan ante sus maravillados ojos. De todos modos y, pasado un rato, los amigos descubren que Brigadoon es un pueblo que, “en los tiempos obscuros”, decidió por mor de su seguridad y en previsión de acontecimientos exteriores que pudieran disolver su comunidad, desaparecer del tiempo astronómico durante cien años y despertar cada cien de estos durante un día. Jornada que como os habréis imaginado ya, coincide con el despiste de nuestros dos buenos amigos. Uno de ellos entabla relación con la hermana de la novia casadera y se establece el flechazo. Ha encontrado, pues, el lugar del que nunca ya querrá partir. Para entonces, el otro amigo, al que le empieza a entrar morriña de Nueva York, pues le empieza a hartar tanta felicidad, se dedica a hablar con algún que otro vecino y descubre que hay uno que se quiere marchar y ver mundo pues esta hasta la coronilla (quien no) de despertar cada cien años y ver que nunca pasa nada. En definitiva y como dice una prima mía de Málaga: se quiere “mezclar”.
Pero entonces, el amigo observa oculto como este “traidor a la comunidad” huye perseguido por la chusma que le quiere matar antes de que cruce el puente que separa Brigadoon del mundo exterior. Si esto ocurre, Brigadoon perderá su sortilegio y volverá de nuevo al mundo que está ahí afuera y perderá su estatus de “Arcadia feliz”. Para cuando están a punto de alcanzar al desalmado que necesita algo mas que vacas, cerveza y chicas recias para vivir y, en medio de la total confusión, nuestro amigo el cazador ve una perdiz y dispara su escopeta. En ese momento se cruza fatalmente el fugado y muere accidentalmente a manos de “la civilización” y de los movimientos obscuros que ella conlleva. Todo el mundo da por hecho que se lo ha buscado por traicionar al lugar, a sus vecinos y, creo que a ese concepto de patria univoca que yace en lo que los lingüistas de los setenta llamaban “el subtexto”.
Los dos amigos vuelven a Nueva York. Uno se queda en la ciudad corrompida y sin señas de identidad míticas y el otro, no puede superar su amor escocés y vuela raudo a enterrarse para toda la eternidad en Brigadoon. Fin.
¿Os suena algo de todo esto?
PD. De todos modos, no os preocupéis. Siendo, ideológicamente Brigadoon, una de las películas conceptualmente mas reaccionarias que uno ha visto es, al mismo tiempo, una gran obra de arte que a través de la música y la puesta en escena logra erigirse como uno de los más bellos filmes realizados. Por supuesto, los guionistas de entonces no pensaban en Las Vascongadas, pero parece que ya portaban consigo esa sensación de pertenencia al clan ancestral. Afortunadamente y, como dicen los Rolling: “Time are our side”.
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