martes, 12 de mayo de 2009

FRAN

Hay un chaval inmigrante que se aposta casi todos los días en la esquina de la puerta del Corte Inglés, frente a mi casa. Es negro abermellonado, reluciente la piel como ese jade casi salvaje que te venden en las playas de Varadero cuando el sol se retira y los ya casi exhaustos turistas del sexo sueñan con hormigas eléctricas. Tiene la sonrisa tan abierta como la embocadura de una duna y en las pupilas ansiosas unos puntitos cárdenos, casi invisibles, seguramente restos de una civilización que lloró con antelación a nosotros la pérdida de la humildad.

Lleva un gorrito de los que se ponen los burgueses de todas las ciudades cuando llueve y los británicos atrabiliarios amantes del gardening. La tela, gastada y sucia, es verde caqui. Se lo pone cuando comienza el buen tiempo. Normalmente, sobre los escalones de la entrada, yace una bolsa con algo de comida para aguantar la jornada. Tiene y disfruta de una visión ocular envidiable. Me imagino que la que le han proporcionado jornadas y jornadas enteras caminando sobre el desierto en busca de no se qué cosa inalcanzable y que le ha traído hasta aquí.

Le veo casi a diario. Apenas hablamos. Solo farfulla unos apagados aunque sonrientes “hola señor”, “gracias señor”, “adiós señor” y poca cosa más. No habla casi nada de español. Le conozco desde el 2007. Tiene unos andares gráciles, parecidos a los de las jirafas, que siempre me encantaron. Se voltea y gira con fuerza cuando intuye la dádiva inesperada que puede llegar en cualquier momento y desde cualquier ángulo del espacio en donde se sitúa y por el que pasa una clientela del establecimiento que, mayoritariamente, somos vecinos y practicamos la compra casi a diario. Como en los viejos tiempos. Preferentemente, amas de casa, jubilados, jóvenes a por refrescos y algún que otro turista despistado. Ya somos unos cuantos los “locales” que intentamos hablar con él y sacarle algo más de información pero tiene una especial cualidad que le hace muy distinto de todos nosotros: es tan antigua su civilización que creo intuir que ya sabe, sin tener que verbalizarlo, qué le quieres o vas a decir. Entonces, abre la boca de la duna y es como si vieras aparecer un gusano como aquellos que suministraban la codiciada Especia en el planeta Arrakis. La sonrisa, tal alta es, que se le hace eterna, como si se le congelara y, entonces, recula un poco hacia atrás y se queda quieto y expectante. Es un momento mágico porque todo se queda como detenido y lo mejor es extasiarse contemplando esa cara como de otro planeta y sucumbir a su belleza.

Después de un año, un día le pregunté cómo se llamaba. Intentó farfullar algo que sonaba muy remoto, muy lejano, ajeno a mí y a mi tiempo. Se sonrió y me pareció que salía el sol, de pronto, en aquel obscuro día de invierno y me dijo: “Llámame Fran”.

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