BUEN PASTOR
Argumentalmente hablando, “El lector”, Oscar del 2009 para la mejor actriz principal, es como sigue. Una antigua carcelera nazi (Kate Wiinslett) es localizada 20 años mas tarde del fin de la guerra y llevada a juicio. En el ínterin, tiene una love affair con un adolescente que no sabe nada de su pasado. Juzgada y condenada, cumple 20 años de prisión y luego, se suicida.
Durante el juicio, su mutismo es casi total. No sabemos muy bien por qué. Si por su dolor, su sentimiento de culpa o por que sabe que murió hace 25 años y que su vida es irredimible. Solamente habla una vez, respondiendo al juez a la pregunta de por qué dejo cerradas las puertas de una iglesia mientras esta se incendiaba con trescientas prisioneras del campo de concentración que allí pasaban la noche. Y responde: “¡Y qué quiere que hiciera! Era mi trabajo.”
Nos imaginamos que unos cuantos de cientos de miles de alemanes hicieron su trabajo porque estaban allí en ese momento y prefirieron mirar hacia otro lado y aplicar ese sutil reglamento de Régimen Interior que nos dice aquello de la “obediencia debida” que tanto han gustado de aplicar los milicos de uno y otro continente. Esa sensación de “destino histórico” que tenían entonces los alemanes, de regusto wagneriano y de epígonos posteriores es lo que me ha llevado a titular nuestro Mombasa de hoy.
De pronto me he acordado mientras daba vueltas, falto de sueño, en mi cama, de la visita que este hombre, Ratzinger, ha girado por Camerún y Angola. No sé por qué, ir a saber, me han venido a la cabeza estas dos historias. No tengo psicoanalista y, por tanto, quizá, nunca lo llegue a saber. Pero la cadena de imágenes que pasaban por mi cabeza mientras la lucecita del ratón iluminaba tenuemente el dormitorio, fue más o menos, la siguiente.
Veía a Ratzinger y digo esto y no al Papa, (recordareis que el representante del Cordero en la tierra no se equivocaba nunca) ya que ha tenido que rectificar, al menos dos veces en público (o desdecirse, que diría un letrado) por, vamos a llamarlo así, sendas meteduras de pata.
Pues bien, le veía subido a un coche blindado con forma de cono, aislado de una multitud que lo aplaudía, sacudiendo su mano con parsimonia papal y quien sabe con qué ideas en su cabeza en ese momento. Lo veía con sus calzas de seda roja, de Prada, esbozar una sonrisa meliflua, como la de esas personas que no sabes si van o vienen. Le veía dirigirse a una multitud entregada, como la de los conciertos masivos de rock and roll, desde la ventana de una basílica romana de dudoso gusto arquitectónico (también Miguel Ángel tenía días malos, caray). Le imaginaba contemplando con desdén aquellos uniformados de traje walkirial negro, con esvásticas por brazalete, mientras iban y venían haciendo de las suyas. Absteniéndose de juzgarles, por si acaso entraba en conflicto consigo mismo. Dirigirse a sus súbditos africanos (si, a sus súbditos) y advertirles de que el uso del preservativo va contra la moral y las sanas costumbres. Recordar para si, las veces que tuvo que mirar hacia otro lado cuando se topaba por los pasillos de la curia con Marcinkus, “el banquero di Dio”. Mirar hacia otro lado cuando recientemente un obispo negaba el holocausto.
En fin, espero que “nuestro hombre” no sufra mucho de tortícolis, pero uno tiene la sensación de que, tras observar su rostro ya gastado por los años, su mirada huidiza, su cansancio de enseñante harto ya de enseñar a los que “no creen ni ven”, tendrá que ajustar cuentas consigo mismo (nadie ha vuelto para contar si hay otro juez) y, entonces, echando la última mirada frente al espejo de la vida que lo juzgará para la eternidad, dirá:” ¡Y qué quiere que hiciera! Era mi trabajo”.
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